Una tarde a Habanaguana se le cruzó en su trayecto al río un ser extraño. Su cuerpo apenas se distinguía, enfundado como estaba en corazas metálicas. De debajo del casco le salía una melena rubia, y sus ojos eran del color de las esmeraldas. Empuñaba un pincho puntiagudo en la mano, o sea, una lanza, y al ver a Habanaguana puso cara de haber descubierto a una diosa. Se arrodilló incluso ante ella. La joven, un tanto atemorizada, cambió el color y la textura de su piel. El hombre se alarmó aún más. Quiso Ilamar a sus compañeros, pero la voz no le salía. El perro lo observaba todavía confiado. Habanaguana estaba inquieta por el verdor de aquellos ojos. El hombre, nervioso, avanzó hacia la joven, pero se detuvo ante su desnudez, estiró la mano y tocó la punta de su seno latiente, ella rió sin malicia, pero tampoco sin rubor. Él se acercó estudiándole la mirada; era una mirada feliz, sin extravíos, carente de maldad. La piel de Habanaguana volvió a mutar suave y colorida del tono de la canela o del tabaco. |