Salvaje, voraz y creativa: así fue la vida de la pintora Suzanne Valadon. Hija de una lavandera viuda, hizo y fue de todo antes de dedicarse a la pintura: modista, obrera, florista de una funeraria, camarera, acróbata, modelo… Pero, en aquel Montmartre parisino de finales del siglo XIX e inicios del XX, en un momento en el que las mujeres quedaban relegadas al salón burgués, al claustro conventual, a la máquina proletaria o al lecho prostibulario, Suzanne no se dejó encasillar. Modelo de algunos de los artistas más aclamados de la primera modernidad, como Renoir, Degas o Toulouse-Lautrec (quien la bautizó tal como ahora la conocemos), no tardó en convertirse ella misma en una afamada pintora. Así, entre lienzos, amantes y alcohol, consiguió salir de la extrema miseria en la que había vivido hasta el momento y comenzó a disfrutar del reconocimiento de los exigentes círculos artísticos parisinos y de una notable fortuna que no le preocupó malgastar antes de morir. Entretanto, pintó su vida de colores, se la comió a mordiscos y se la bebió de un tirón. Tomó las riendas de su destino y decidió por ella misma, y por eso también se autorretrató infinidad de veces, en una búsqueda constante de conocerse y comprenderse. Alma libre, espíritu inquieto, mala madre, buena hija, amante tan inolvidable como ególatra y artista genial, Suzanne fue, sobre todo, una mujer que supo dejar rastro. Y ese rastro al fin llega hasta nosotros como se merece, como el de una pintura rupturista en su tiempo y genial para la eternidad. Exposición actualmente en el MNAC de Barcelona del 19 de abril al 1 de septiembre 2024: Suzanne Valadon. Una epopeya moderna. |